
En México, la violencia de género no es un fenómeno aislado ni casual. Es una realidad sistemática que se ha normalizado al punto de volverse una estadística más, un titular efímero, un caso que indigna por un momento antes de desvanecerse en el olvido colectivo. Pero cuando el ataque ocurre en plena transmisión en vivo, frente a miles de espectadores, el velo de indiferencia se rompe por un instante, dejando al descubierto lo que muchas mujeres viven día a día: la vulnerabilidad de existir en un país que les falla una y otra vez.
El asesinato de Valeria Márquez es el último eslabón en una cadena de violencia que parece no tener fin. Influencer, creadora de contenido, joven con aspiraciones y proyectos. La visibilidad que construyó en plataformas digitales no solo le permitió conectar con su audiencia, sino que la puso en una posición de riesgo que no debería existir. En un país donde ser mujer implica estar en constante estado de alerta, cualquier grado de exposición puede convertirse en una sentencia.
Las cifras confirman lo que la realidad grita: en México, cada día asesinan a un promedio de 10 mujeres. La impunidad es la norma, no la excepción. El 97% de los feminicidios quedan sin justicia, y la respuesta institucional sigue siendo insuficiente, cuando no negligente. Las campañas de prevención se diluyen ante la falta de acciones concretas, las autoridades repiten discursos vacíos, y la indignación social se enfrenta a una maquinaria que, lejos de resolver el problema, lo perpetúa.
Pero la violencia de género no es solo una cuestión de números, sino de historias. Mujeres que desaparecen y cuyos nombres son recordados solo cuando sus casos logran trascender en redes. Mujeres que alzan la voz y encuentran represalias en lugar de protección. Mujeres que, como Valeria, jamás deberían haber sido víctimas, pero que en un país impune, la visibilidad se convierte en un arma de doble filo.
Las redes sociales, que en muchos casos han servido como plataformas de denuncia y organización, también exponen a las creadoras de contenido a riesgos que parecen ir en aumento. La misoginia digital es solo una extensión de la violencia estructural: amenazas, acoso, doxxing, discursos de odio. La agresión empieza en los comentarios y puede terminar en la realidad.
¿Qué podemos hacer cuando la indignación no es suficiente? La sociedad sigue luchando, denunciando, resistiendo. Pero el cambio solo llegará cuando la violencia deje de ser un destino inevitable, cuando la impunidad deje de ser el sello de un sistema roto, cuando ser mujer y visible no signifique estar en peligro. Hasta entonces, seguimos gritando, seguimos exigiendo justicia.